Nelson abrió sus ojos aquella mañana.
No sabía dónde estaba, quien era ni como se llamaba y tampoco sabía por qué no
podía moverse.
Tantas cosas pasaban por su mente;
ideas que parecían muy cuerdas y otras, no tanto. Las ideas se formaban
alrededor de una pregunta: “¿Qué me está pasando?” Pero nadie podía
contestarle, no podía preguntar nada a nadie.
No lo recordaba, pero días antes un
fuerte dolor en la costilla casi le cuesta la vida. Sus pulmones, luchaban por
inhalar el 20% de aire que les cabía; cuando el liquido y luego el pus habían
hecho estragos en su organismo, llenando vorazmente el espacio que le
correspondía al oxígeno. Ahora estaba en aquel lugar desconocido y lo único que
si sabía era que no podía moverse.
Tampoco había vivido nunca nada igual.
No era común que se enfermara; uno que otro resfrío en el invierno y a pesar de
que fumaba, sus pulmones siempre habían estado sanos, hasta ahora.
Desde hacía semanas, Nelson había
estado asistiendo al EBAIS de Santa Bárbara de Heredia con algo que había
comenzado como una gripe, pero que ahora el dolor se extendía por todo su pecho.
En una de sus diez visitas al EBAIS, a algún médico se le ocurrió que lo que
tenía era una osteocondritis, una enfermedad que no produce nada más que dolor
en el cuerpo y que debe ser tratada con poderosos analgésicos.
Nelson temía ser uno más dentro de la
lista de casos de mal diagnostico del sistema de salud costarricense, sin
embargo; sus dolores habían cedido, producto de los analgésicos que en sus visitas
le suministraba el EBAIS de Santa Bárbara de Heredia, sin tan siquiera mirar su
historia médica. “Allá viene el osteocondritico”, “Tómese otro Tramal y vayase
a su casa”. En una de sus diez visitas, una enfermera se le acercó y le aseguró
que “si seguía respirando así, menos lo iban a atender”. Desde ese momento,
empezó a formar parte del 7,3% de casos registrados por mal diagnóstico en los
organismos públicos de salud de Costa Rica.
Lo que todo el grupo de enfermeras y
médicos ignoraba, es que detrás de la respiración acelerada de Nelson se
escondía una neumonía infectada y convertida en un empiema. De 1557 casos
registrados, Nelson era el caso 1558 de la mayor causa de muertes por
infecciones en el país.
Una mañana, Vanessa, el amor de
bachillerato de Nelson y ahora su esposa, le pidió que por favor se fueran al
hospital, en donde lo recibieron y donde también alguien que decidió salvarle
la vida, ignoró el diagnostico osteocondritico y ordenó una radiografía.
Un mal diagnóstico complicó la vida de
Nelson y un shock séptico impidió que éste se diera cuenta que estaba entre la
vida y la muerte.
Era la primera vez que Vanessa veía al
amor de su vida tan vulnerable, sobre la cama de aquel hospital; y se
preguntaba si en algún momento saldrían airosos de la terrible pesadilla.
Los premios de publicidad
internacional que había ganado y los días como profesor universitario, la
carrera exitosa como publicista que había cultivado toda su vida había
terminado. A los 55 años, Nelson sabía que hasta allí le habían prestado la
vida.
Vanessa oraba pegada a una cama del
hospital de Heredia y veía como un ventilador inflaba y desinflaba a lo que una
vez había sido su esposo. Luego del shock, los médicos habían ordenado un coma
inducido de cinco días; pero al quinto día cuando todo el medicamento que
inducía la inconsciencia se había consumido, el cuerpo de Nelson decidió no
despertarse, tirando la esperanza y a ratos la fe por la borda.
Una nube de terror y dudas se posaba
sobre la cama de hospital de Nelson y un día, de la forma más impredecible
abrió los ojos, sin poderlos mover a ningún lado.
A ratos, miraba al único lugar que le
permitían sus ojos; el techo, y alucinaba tratando de descifrar el misterio en
el que se encontraba envuelto. – “Estoy en una habitación a gravedad -7, por
eso no puedo mover los brazos, me pesan demasiado” pensaba para sí mismo. Otro
día pensó que estaba secuestrado y no entendía por qué no lo sacaban sus hijos
de allí, si podían llegar a verlo ¿por qué no lo liberaban de aquel secuestro?
Conforme los momentos de lucidez
cobraban vida, luchaba por manejar su cuerpo, sin entender aún lo que le estaba
pasando.
Una mañana, luego de uno de los
movimientos que le hacían los enfermeros cada dos horas, Nelson decidió que
quería cambiar su mano de posición pero luego de horas de agonía, de
sufrimiento y sobretodo de frustración, decidió objetivamente que iba a dejar
su mano tal y como estaba, porque su mano era más poderosa que su voluntad.
Nelson se estaba rindiendo, se estaba
entregando.
Sufría no poder comunicarse, padecía
por no comprender que le pasaba. Vanessa, observando el terror en sus ojos le
preguntó – “¿Tienes miedo?” Nelson, abrió sus ojos lo más que pudo, la única
parte de su cuerpo que parecía estar viva, tratando de hacerle ver que no
entendía nada.
Entonces, los médicos del mismo
sistema de salud que lo habían condenado en aquella cama ignorando todos los
síntomas, luchaban ahora por explicarle que luego del coma, estuvo inconsciente
por siete días más produciendo amonio, una sustancia que produjo su cuerpo como
un mecanismo de defensa, paralizándolo por completo.
Conforme su cuerpo reaccionaba, sus
dolores también despertaban. En la habitación en la que se encontraba, se
encontraban otros muchos pacientes; muchos entraban y salían y otros, entraban
y lo último que veían al igual que Nelson era el techo de aquella habitación.
Un día, comenzó a oír una voz muy
lejana entre la inconsciencia que le decía que sacara la lengua, “Nelson, saca
la lengua. ¿Puedes sacar la lengua?” le repetía. No entendía por qué la voz le
repetía que moviera aquel músculo, para el que se necesita que todos los
músculos de la cara se muevan también y que además, es sinónimo neurológico de
recuperación. “Nelson, saca la lengua”, la voz de Vanessa ahora sonaba más
clara.
Con todas sus fuerzas, abrió la boca y
la punta de su lengua se asomó entre sus labios.
María Esther
Abissi.